Sientes que hay guerra y dolor, observas la estupidez circundante, avanzas por el intransitable camino de piedras, esas que se arrojan unos a otros y caen al suelo, destrozándote los pies, tratando de llegar a algún sitio, alargando tus gritos hacia ellos, aunque no te escuchan, uñas fuera, pendientes de ninguna amenaza, enojados consigo mismos y ciegos de corazón.
A diez capas de distancia ya no puedes continuar andando y te enredas en una telaraña sin anfitrión, y esperas a que un desviado disparo verbal rompa tus cadenas de nuevo. Vuelve a inundarte esa sensación que no soportas, tiemblas, lloras, gritas, y el negro que tienes dentro saca su lengua buscando a sus semejantes, hichándose en un festín de caníbales descerebrados.
A duras penas recuperas el control tras soltar tus hilos, agazapada y desorientada, arrastrándote entre afiladas astillas óseas y puntas de flecha aún envenenadas que se clavan en tu vientre. El terreno se ha vuelto irreconocible para tus ojos hinchados, hiede a sangre de criaturas que quizá antes hayas conocido, y el camino se alarga cada vez más, cada segundo más inquietante y peligroso, y la única salida posible no se encontrará en tus manos hasta el momento en que ya no la puedas utilizar, demasiado retorcida para presionar el botón, demasiado indiferente para intentar hacerlo.