íNGEL (II)
[Posó su alma suavemente sobre la tierra, derramó una lágrima, y de donde cayó brotó un reluciente tallo esmeralda tachonado de minúsculas flores de cristal rosáceo.]
Oía el trino de las aves soñolientas sobre las delicadas ramas, el crujido del otoño ocre y dorado en el suelo, el silbido de las nubes creando en el cielo dragones y serpientes de suave algodón!
!su tranquila respiración, el latir de su pecho, el susurro de sus labios entreabiertos!
Agarré sus manos con fuerza y las apreté contra mí. Mis párpados se cerraron. Un roce dulce y cálido se posó con ternura en mi mejilla.
Eran las 2:46 de la mañana por mi reloj. Hacía casi tres horas que me había acostado, pero aún seguía dando vueltas en mi cama. Era como si aquel día quisiera continuar, como si nunca se hubiera acabado, porque dentro de mi cabeza todavía brillaba la luna sobre nosotros, cantaba la ciudad para los dos! y no lo pude evitar y me abracé a mi almohada, deseando que llegara el día siguiente para volvernos a ver.
Me despertó la calidez del sol en la cara. Me levanté, encendí mi ordenador y, mientras lo dejaba cargando, me fui a la cocina a buscar algo que llevarme a la boca.
Desayunaba sola, pero cualquiera que me hubiese visto habría pensado que estaba más que loca: hablaba, me reía! Siempre me ha encantado imaginar que hay alguien a mi lado con quien hablar, y aquella mañana imaginé que él seguía conmigo. ¡Hasta pensé en lo que estaba desayunando!
De vuelta a mi cuarto comprobé que no había nada nuevo en el correo ni en ningún otro lugar. Eché un vistazo por la ventana: buen tiempo, algo nublado. En un santiamén me aseé, me vestí con lo primero que pillé del armario, me hice la coleta más desgarbada del mundo, y tras coger móvil, llaves y cartera, salí a la calle sin rumbo fijo. Sencillamente, me apetecía salir.