Arrodillose y postrose ante las piernas titubeantes de su madre. El tiempo ha pasado, y como las de todo ser viviente sus huellas han quedado marcadas en la nieve. La mujer ha seguido su propio camino sin detenerse a mirar atrás, sin buscar el porqué estaba sola o qué había sido de sus queridos hijos a los que en otras épocas tanto amor profesó. Ahí se ve, en los repliegues de piel que rodean sus ojos, en la comisura de sus apretados labios: las huellas en la nieve. Carlo implora perdón a su madre, trata de hacerla volver con él a su mundo, mas es tarde. Los ojos de Aurelia solo muestran el frío de un glacial del mar írtico, espejos opacos incapaces de observar más allá de su propia luna. Y entonces, una lágrima se desliza por la mejilla de Carlo y se aparta del camino de su antecesora, la cuál, al verse liberada del obstáculo que la impide avanzar, comienza a caminar renqueando muy despacito. Poco a poco, un paso, dos pasos, tres pasos más, se tambalea, uno más, recupera el equilibrio, cuatro más…y cae. Cae. Cae sobre el abrigo de hojas muertas del otoño.