A todos los niños les gusta la construcción. Sí, aunque haya gente que diga que no. Esa gente se equivoca, esa gente es la más ciega que puede haber. A los niños, desde muy pequeños, les gusta construir muros. Muros a su alrededor para protegerse de todo aquello que le hace sentir vulnerable. Algunos han escuchado tantas veces el cuento de Los tres cerditos que optan por probar cada una de esas casas. Primero prueban con la paja, pero por mucho que todo sean risas el viento se la lleva toda cuando sopla el lobo. Después lo intentan con palitos de madera, palitos que acaban hechos trizas, ya los usen para refugiarse o para atacar al lobo. Y por último, están la piedra, el cemento y unos ingredientes más: la madurez, el ingenio, la pérdida de la inocencia. Los niños dejan de ser niños y se convierten en adolescentes hartos de lidiar con un mundo que no les gusta, con un lobo que no deja de acecharles e intentar truncar su naturaleza a cada paso que dan. Algunos incluso acaban dudando constantemente y se obsesionan con la idea de que haya un lobo ahí fuera esperándolos. Esa idea, en ocasiones, acaba creando el miedo a sí mismo, el miedo a ser el lobo. Y acaban encerrándose más aún. Se ocultan bajo la cama, cierran las persianas, se secuestran en el sótano, se esconden en el armario. Fenecen de cautiverio. Perecen de instinto de supervivencia.
Los niños son constructores de mecanismos de defensa desde que les es revocado el beneficio de una única duda. Desde el primer momento en que un prejuicio les es impuesto por su edad, género, aspecto físico, comportamiento y gustos, los niños pueden responder paja para quitarle hierro al asunto, pero lo más probable es que acaben intentando atacar con un palo o poner el primer ladrillo del muro con el que intentará separarse del mordisco. El hombre es un lobo para el hombre por esa misma razón. Porque no tenemos razón. Nuestras creencias son el germen de cada polémica, de cada dilema, de cada problema social con escasa aceptación por nuestra parte. Las etiquetas son la manifestación más clara de los prejuicios. Y las preguntas que formulamos a un niño que van plagadas de etiquetas y estereotipos demuestra dos cosas: nuestro egoísmo y su vulnerabilidad.
Somos egoístas por intentar, consciente o inconscientemente, moldear a los niños más allá de educarlos inculcándoles unos principios universalizables. Convertirlos en lo que queremos que sean y hacer que cumplan ciertas expectativas solamente por nuestra satisfacción, negando la posibilidad de que no sea cosa nuestra, que no es de nuestra jurisdicción, que escapa de nuestra mano. Algunos adultos obligan a sus hijos a ir en contra de su propia naturaleza solamente por el qué dirán, por mantener esa reputación de ser padre o madre de un hijo o hija como debe ser, no un hijo o hija que escapa de la comprensión de su entorno natal y familiar, convirtiéndose así en objeto de crítica, en objetivo fácil para ser juzgado. La madurez de esos niños cuando comienzan y acaban su adolescencia podría ser muy distinta si los adultos (y más niños) que les rodean tomaran consciencia de que todo lo que es natural y sano, es válido y susceptible de ser alabado, respetado y abrazado.
Los niños son vulnerables. Su mente es volátil y su cerebro absorbente como una esponja sedienta. Se merecen todos y cada uno de los beneficios de cada duda que debemos concebir. Debemos soportar esa realidad. La realidad es que las dudas existen y tenemos que ser fuertes para convivir con ellas hasta que sean esos niños (o adolescentes o incluso ya adultos) los que nos desvelen cada respuesta. Debemos aguantar y ser fuertes por ellos, porque son nuestro futuro. Debemos ser fieles a su ambigüedad y evitar llenar de paja cada hueco que encontremos y que nos incomode, porque no obtendremos respuesta hasta que llegue el momento adecuado.
Y tú, ¿vas a esperar a que los niños se descubran a sí mismos o vas a hacerles preguntas manipuladas para que no puedan darte respuestas que no soportarías? Tú decides.